Les presento este nuevo relato, homenaje a uno de mis relatos favoritos de H. P. Lovecraft y al propio genio de Providence.
La chica entró en la estancia derramando sangre a borbotones. Se desangraba por momentos. Poco a poco, su piel iba adquiriendo el característico tono a cera de las velas y sus ojos se apagaban con gran rapidez.
–¡Doctor West! –gritó una de sus amigas, a pleno pulmón, pero sólo recibió el silencio por respuesta–. ¡Doctor West, maldita sea! –volvió a gritar–. ¡Se muere! ¡Se muere, joder!
Herbert West apareció por la puerta. Su cabello rubio impecablemente peinado y su mirada de ojos azules, clara y carente de toda expresión, les puso a todos la piel de gallina. Aquel hombre aparentemente tranquilo e imperturbable tenía un algo, un no-sé-qué que les causaba escalofríos.
Depositó sobre una mesa próxima una manta con material quirúrgico. Tenía las manos manchadas de sangre cuando se inclinó a observar a su paciente. Procedió a auscultarla rápidamente, con una precisión impresionante, y a una velocidad que ninguno le pudo suponer a un hombre menudo de actitud tan aparentemente contenida.
–Se va –confirmó el médico.
–¡Haga algo! –le chillaron al unísono.
West los miró uno por uno, inexpresivo, impertérrito. Luego, con voz calmosa, y esbozando una inquietante sonrisa, les dijo con toda tranquilidad:
–Aún no. Tiene que ser en el mismo momento en que se produzca el exitus.
Y comenzó a extraer instrumental quirúrgico con el que iba restañando cada una de las heridas que habían destrozado aquel cuerpo, antes tan bello y deseado.
Una voz, un llanto,… suplicó:
–Por favor… que no muera…
West estaba trasteando en las entrañas de la chica. De pronto giró una de las manos dentro de la cavidad torácica y palpó en el interior de la misma, como si hubiera perdido el reloj.
Nuevamente, la inquietante sonrisa afloró en su rostro.
–Ya queda poco. Está a punto de producirse el óbito –confirmó, extrayendo los antebrazos del torso y suturando a toda velocidad–. Tengo que darme prisa.
Acababa de terminar de colocar el último punto de sutura cuando un silbido prolongado y ronco escapó por entre los débiles labios de la agonizante. West se inclinó sobre el rostro y buscó señales de vida.
–Exitus Letalis –anunció, extrayendo de su manta quirúrgica una jeringa con una sustancia fluorescente en su interior.
Pintó el torso con gran rapidez, con movimientos exactos, profesionales, y empujó el émbolo hasta que todo el contenido se inoculó en el inmóvil músculo cardíaco del cadáver.
West se levantó y se apartó del cuerpo sin dejar de mirarlo fijamente.
–Será mejor que os echéis a un lado –advirtió–. La resurrección es un proceso doloroso y sumamente traumático que no suele ser agradable para quien lo sufre.
Todos lo miraron asombrados.
–¿Resurrección? –se atrevió a preguntar alguien.
Entonces el cadáver convulsionó violentamente, vomitando un caño de sangre oscura y pestilente por la boca los ojos se abrieron hasta extremos increíbles, y las manos comenzaron a arañar el aire mientras un gruñido gutural anunciaba su regreso al mundo de los vivos.
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