La cadena de los grilletes tintineaba según agitaba mi muñeca. Tironeaba de la argolla una y otra vez en un fútil intento por liberarme de aquella presa de acero niquelado, con resultados más que infructuosos.
Bueno, no del todo. Me había provocado un intenso dolor en la muñeca, que no cesaba de latirme con insistencia, quejándose en silencio por aquel incesante castigo. La piel se había arrollado en algunos puntos en los que había comenzado a brotar la sangre, en tanto una marca púrpura perfecta señalaba el lugar en el que la mandíbula se había apretado contra mí.
La puerta se abrió. El elegante policía corrupto me miró con una sonrisa en los labios.
–No debiste intervenir en esta guerra –me dijo muy suavemente, acercándose con pasos lentos–. Hay poderes superiores a nosotros, a los gobiernos, incluso a Dios, pugnando en este campo de batalla. Y esta contienda no se va a perder por una insignificante hormiga.
Me rechinaron los dientes en la boca. Comencé a sudar copiosamente. Se me erizó el cabello de la nuca. No le perdí de vista ni un solo instante, porque sabía que algo iba a suceder.
Algo terrible.
Un cuchillo brilló en su mano. Su sonrisa me resultó tan afilada como el acero que sus dedos sostenían tan firmemente.
Para mi sorpresa, me arrojó la hoja, que rebotó sobre la desgastada superficie de la mesa hasta quedar inmóvil ante mí.
–Libérate, o mátate –me soltó con indiferencia–. Lo que prefieras. Me importa una mierda. Pero date prisa.
Abrió la puerta y se fue, dejando a sus espaldas el eco de una risa macabra que flotaba en el aire.
Algo llenó la estancia. No sé qué fue, pero la lleno. Las sombras se movieron muy lentamente y fueron adquiriendo formas y tamaños tridimensionales.
Entonces lo comprendí.
Apenas sí tuve tiempo de empuñar el cuchillo cuando se me arrojaron encima.
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